martes, 24 de noviembre de 2009

Una Carta Olvidada



28 de enero de 1947

Queridísima Elizabeth:

La desdicha de mi ser se ahoga y lentamente las miradas se clavan en mi alma, como los torrentes sanguíneos que brotan de mis arterias y poco a poco van consumiendo mi vida. Los relojes suenan profundos, ese tic tac odioso y tranquilo, ese horrible zumbido agudo que entre sueños se paraliza y las manecillas se quedan quietas mientras el péndulo forma un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados con respecto al suelo. Sin duda alguna estoy muriendo.

A lo lejos Beethoven trata de alegrar la pesadez y darle el toque alegre que provoca su marcha turca al ambiente moribundo de mi habitación. Sus notas son lentas y las ruinas de Atenea se levantan rígidas sobre mi cerebro provocando que la marcha fluya alegre y a la vez contraste insoportable. Su dinamismo se eleva a un fortísmo clímax y retrocede de nuevo a su dinámica alegría. ¿Oh Beethoven por qué martirizas más mi sufrimiento?

Decido escribir estas notas justo antes de percatarme que la llama de la vida está apunto de elevarse al estado más puro de la vida; la muerte. En un minuto trato de recordar los sucesos más bellos de mi existencia, sin embargo, sólo una máscara de tristezas nubla mis recuerdos. Fastidiado de los pesares y teniendo en mi corazón el susurro de tu aliento menciono de nuevo tu nombre. ¿Pues qué es la vida sin la chispa que enciende el motor de la esperanza? ¿Qué es la vida sin el toque sincero de tus labios pronunciando mi nombre con el corazón en la mano? No es nada...

Elizabeth, la esperanza ha muerto y por consiguiente la soledad ha invadido el color de mis mejillas y los rizos oscuros que tanto te gustaba jugar, ahora cuelgan como hilos huecos. El destello de mis ojos miel tornaron un color putrefacto y las marcas de mi rostro que algún día fue bello se confunden con en esta oscuridad interminable que invade mi atmósfera.

Deseo volar aunque el deseo dejo de ser deseo...

¿Recuerdas cuando te dije que la muerte se espera sonriente? Ahora trato de buscar el escape. Olvidarme de todo y tocar tus labios otra vez. Sentir el roce electrificante de tus manos al recorrer mi cuerpo. La calidez de tu lecho y todo.... ¿Qué ha pasado? ¿Cómo fue que te perdí cuando comenzaba el vuelo? Tengo que irme de aquí...


Vuelvo a escribir en esta carta y a confesarte que las deudas son cada vez más extensas y que el vino ya no satisface mi sed. Todos los placeres que algún día fueron buenos ahora son secos y amargos. No soy feliz, nada me provoca felicidad. Nada, sólo tu nombre y tu recuerdo y cuando vienen a mí brota de nuevo el dolor. ¿Cómo le hago para salir del nido que creo tu partido? Lo sé...

Quiero que sepas que estas son mis últimas líneas. Hace un momento quemé todos mis sonetos que algún día te hicieron llorar y reír y que ahora a mí me hacen sufrir. Las llamas abrazaron el papel y la tinta quedó impregnada en las cenizas de mi corazón. Aún tengo los versos revelándose en mi pecho. Todos los libros que en el pasado disfrutábamos los arroje a las lenguas del demonio. Todo... todo... todo.

Ahora me toca a mí. Sólo espero que mi madre comprenda el acto necesario que emprenderé, todo lo demás da lo mismo. A ti, querida Elizabeth, os he dejado el tesoro más importante y bello que poseo, mi alma. Rezaremos a los dioses que el cielo permita entrar mi alma y así jugaremos juntos en el Edén y si mi alma se encuentra en el infierno y el infierno es no tenerte y tenerte es perderme, me perderé contigo.

Adiós querida y amada Elizabeth...

Siempre tuyo, tu amado Alexander




Epílogo

El día 28 de enero un sonido hueco y triste se elevó por todas las calles de la ciudad. Dicen algunos que el sonido duró más de una hora y que lo acompañaba un llanto de dolor y felicidad.

Los policías locales y los vecinos descubrieron la fuente del sonido, venía de un departamento olvidado en la calle de los tormentos. En el interior de la habitación se encontraba el cuerpo de Alexander tendido sobre su escritorio con una sonrisa alegre que combinaba con el agujero fino que atravesaba su frente pintando un punto exacto en medio de ésta.

No hubo sangre en el acto y lo más extraño el corazón del joven seguía latiendo al ritmo de la Opus 113 número 4 del célebre compositor alemán Ludwig van Beethoven y en el clímax se escuchaba el nombre de Elizabeth.

3 comentarios:

gaby | 24 de noviembre de 2009, 20:25

de todos los nombre stenia que ser alexander >_<
auch malditos recuerdos!!

pero en fin

igual el cuento es muy muy bueno :D
me gusto

^^

Le Chat Noir | 2 de diciembre de 2009, 20:07

Me acorde de mi ex, y la razón de porque no escribo cartas y de las cartas secundarianas que me escribián con faltas de ortografía.

Seguimos viviendo.

¬¬ se supone debo estar estudiando.

AXEM | 8 de diciembre de 2009, 21:06

Camaras Remy, te rifas aunque me parece que el épilogo sale sobrando un poco, esa nostalgía que le imprimes está chida, aunque el olvido, el olvido es la fuente de toda nostalgia.

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